Con diferencia, los hijos más conocidos de Loki son los que tuvo con la giganta Angurboda: el lobo Fenris, la serpiente de Midgard Jörmungadr y la diosa Hel. Según la leyenda, nacieron en una oscura cueva de Jötunheim, y los dioses los reconocieron como símbolos del dolor, el pecado y la muerte. Los Aesir temían hasta tal punto el poder de los tres hijos de Loki que encadenaron a Fenris, arrojaron a Jörmungadr al gran océano y desterraron a Hel al inframundo. Una vez allí, Hel reinó en sus dominios y el propio Odín le concedió poder sobre los nueve mundos.
"Los hijos de Loki" (1920) ilustración de Willy Pogany. (Public Domain)
Se cuenta que la diosa Hel también tenía poder sobre los muertos, excepto sobre aquellos escogidos caídos en batalla que eran recompensados por Odín con el Valhalla. Similar hasta cierto punto a Svartalfheim, el reino de Hel también disponía de moradas subterráneas, y se podía llegar a él tras recorrer un frío y duro camino atravesando las oscuras regiones del lejano norte.
Según la leyenda, incluso Hemrod tuvo que cabalgar sobre Sleipnir durante nueve largas noches para alcanzar la entrada del reino, situada más allá del río Gjoll. Nacido del manantial Hvergelmir de Niflheim, el río Gjoll remontaba el abismo Ginnungagap para fluir a continuación por los nueve mundos.
En Helheim, el río Gjoll corre cercano a las puertas del inframundo, actuando como límite. Gjoll es también el nombre de la roca a la cual Fenris es encadenado. En cuanto al propio río, cuenta la leyenda que era frío como el hielo y que su corriente era atravesada por puñales.
La única forma de cruzar este río era por Gjallarbru, un puente de cristal con las bóvedas cubiertas de oro y que se sostenía pendiendo de un solo cabello. El eterno guardián del puente era la esquelética doncella Modgud. Para poder atravesarlo, los espíritus deben pagar a Modgud un peaje en sangre. En su obra “Valhalla”, J. C. Jones describe así este puente:
El puente de cristal pende de un solo cabello
arrojado sobre el río terrible,
el Gioll, límite de Hel.
Aquí donde se yergue la doncella Modgud,
esperando su pago en sangre,
una doncella terrible a la vista,
sin carne, sudario y mortaja son su adorno.
A fin de poder cruzar el puente, los espíritus hacían uso de los carros y caballos que habían sido incinerados en la pira funeraria junto con sus propios cadáveres. Además, los difuntos llevaban siempre puestos los ‘zapatos de Hel’, un resistente calzado diseñado especialmente para proteger los pies de los muertos en su viaje a lo largo del duro camino que conducía hasta Helheim.
"Hemrod ante Hel" (1909), ilustración de John Charles Dollman. (Public Domain)
Tras cruzar el Puente Gjallar, los espíritus llegaban al Bosque de Hierro, en el que las hojas de los árboles eran de este metal. Desde allí, debían continuar su camino hasta alcanzar las puertas de Helheim, custodiadas por un feroz perro guardián llamado Garm. Garm vivía en la oscura cueva Gnipa, y la única forma de amansarlo era ofreciéndole un pastel de Hel. Según la leyenda, estos pasteles siempre estaban a disposición de aquellos que habían dado pan a los necesitados en vida.
Después de atravesar las puertas de Helheim envueltos en el frío y la oscuridad, los muertos podían escuchar ciertos sonidos: el rumor del manantial Hvergelmir y de los ríos que atravesaban Helheim, y el crujido de los glaciares que recorrían Élivágar. Entre los ríos de Helheim estaban el Leipter, ante el que se realizaban solemnes juramentos, y el Slid, cuyas aguas albergaban espadas.
El gran salón de la diosa Hel recibía el nombre de Elvidner, que significa “Miseria”. De él se decía que su plato era el Hambre, su cuchillo la Avaricia, su sirviente la Desidia, su criada la Pereza, su lecho la Aflicción, sus puertas la Ruina y sus cortinas la Discordia. J. C. Jones describe el salón de Hel como sigue:
Elvidner era el salón de Hela
cerrado por altos muros de hierro;
¡Horrible este palacio que se alza!
Hambre era su mesa vacía;
Inútil su cuchillo; su lecho, afilado como acero;
Ardiente Angustia reinaba en el banquete;
Huesos blanquecinos en todo invitado;
Peste y Hambre cantaban sus runas,
Uniéndose a ásperos sones de desesperación.
Miseria y Agonía
¡Por siempre estarás en los dominios de Hel!
Helheim disponía de diferentes estancias para los diversos tipos de difuntos que llegaban al reino. Entre los que iban a Helheim tras su muerte estaban los criminales, los perjuros, los que tuvieron la mala suerte de morir antes de tener la oportunidad de derramar sangre, y los que murieron a causa de la vejez o la enfermedad. La muerte por vejez o enfermedad se denominaba “muerte de paja”, ya que en aquella época las camas estaban hechas precisamente de paja.
Hel (Carl Ehrenberg, 1882) y el perro guardián Garm. (Public Domain)
Los puros e inocentes y aquellos que habían sido bondadosos y compasivos en vida eran tratados con amabilidad en Helheim, y podría decirse que incluso disfrutaban de cierta oscura felicidad. Sin embargo, los hombres y mujeres del norte preferían vivir y morir como guerreros, y unirse a los escogidos héroes de Odin en el Valhalla reservado a los caídos en combate. En cuanto a los muertos considerados impuros, como adúlteros, asesinos y los que quebrantaban sus juramentos, sus espíritus eran desterrados al Náströnd.
El Náströnd albergaba una cueva con serpientes y ríos de veneno fríos como el hielo. Desde aquí, el manantial Hvergelmir arrastraba a los muertos hasta Niflheim, donde el dragón Nídhöggr roía continuamente las raíces del gran árbol del mundo, Yggdrasil. El dragón supuestamente interrumpía entonces su tarea para masticar los cuerpos de los infortunados e impuros difuntos. La traducción realizada por Thorpe de la Edda de Saemund describe el Náströnd como sigue:
Un salón se alza
lejos del sol
en Nastrond;
sus puertas miran al norte,
gotas de veneno se filtran
por sus aberturas;
entrelazado se encuentra este salón
con cuerpos de serpientes.
Ella les vio ahí vadear
los viscosos ríos;
hombres sedientos de sangre,
y perjuros,
y aquellos que cautivan los oídos
de la esposa de otro.
Allí sorbe Nídhöggr
los cadáveres de los difuntos.
Se creía principalmente que eran los difuntos quienes viajaban a Helheim, pero cuenta la leyenda que en ocasiones la propia diosa acudía a cosechar a los muertos cabalgando su blanco corcel de tres patas. De manera similar, en otros mitos europeos se cuenta que la Muerte viaja de un lugar a otro montada en un caballo blanco. Incluso en la mitología cristiana, la Muerte cabalga un pálido caballo bajo la forma de uno de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
En las épocas de hambruna o epidemias de peste, en las que los habitantes de un cierto lugar morían en gran número, sobreviviendo apenas unos pocos, cuentan las leyendas que Hel utilizaba un rastrillo para cosechar a los muertos, mientras que en los casos en los que poblaciones enteras perecían, los recogía empleando una escoba.
“Heimdall solicita el regreso de Iðunn del Inframundo” (1881), ilustración de Carl Emil Doepler. (Public Domain)
Los nórdicos también creían en el retorno de los muertos como fantasmas por diversas razones. En la mayor parte de estos casos se creía que los difuntos regresaban para transmitir ciertos mensajes.
Existía también entre los nórdicos la creencia habitual de que las alegrías y desgracias de los vivos ejercían su influencia en los muertos. La “Balada de Aager y Elsa” nos ofrece un ejemplo de cómo un amante difunto podía regresar como un fantasma para pedir a su amada que dejara de llorarle. En la traducción de Longfellow, este pasaje dice así:
¡Escucha ahora, mi buen señor Aager!
Novio más querido, todo lo que anhelo
Es saber cómo te va
En ese lugar solitario, tu tumba.
Cada vez que tú te alegras,
Y estás feliz en tu espíritu,
Las grietas de mi tumba solitaria
Se cubren de hojas de rosas.
Pero cada vez que tú, amor mío, tú lloras,
Y derramas lágrimas salobres,
Las grietas de mi tumba solitaria
Se llenan de negra y abominable sangre.
De este modo, el reino de Hel y sus habitantes seguían ejerciendo su influencia en el mundo de los vivos. La diosa infernal y sus dominios aún perduran a día de hoy en la memoria de las leyendas nórdicas.
Imagen de portada: “La progenie de Loki” (1905), ilustración de Emil Doepler. (Public Domain)
Autor Valda Roric